Se solapan los objetos, que flotan en la superficie, al modo en que lo hacen también en las portadas de los libros baratos de crímenes y misterios resueltos por ancianas. Al modo en que se yuxtaponen en un catálogo del Corte Inglés para festejar una semana fantástica, al modo en que se nos ha vendido siempre todo, definitivamente. Porque María José Gallardo es, antes que artista, consumidora; desconozco si en la compulsión de la mayoría, pero desde luego partícipe del ciclo y conocedora de los entresijos. Puedo imaginar el escepticismo con que la artista recibe el impacto mediático de cada anuncio televisivo de perfume, cada pasión incontenible del culebrón mediomañanero, cada oferta lujosa y decadente de la teletienda; puedo casi adivinar las revistas de adolescente que cayeron en sus manos hace unos años, incluso la colección de literatura de bolsillo que ella y probablemente nosotros hemos devorado. Cronista sagaz de una cultura y una subcultura que se han fundido sin delimitar claramente los límites –la línea finísima que separa lo ordinario de lo exquisito, tan difícil de situar a veces-.
Su ingenio la lleva a producir modernos retablos de un imaginario femenino, con una ironía también barroca –perspicaz, penetrante, sincera- que ahonda en ciertos estereotipos que se atribuyen a la manera femenina de sentir. Como si existiese esa manera, como si hubiese algo que identificase a la artista/mujer a diferencia de los artistas/hombre… Ella pone en un brete los consabidos tópicos asignados con denuedo, macerados a fuego lento por una cultura machista y sin embargo matriarcal. Así, con un festivo enfoque, encontraremos mujeres envueltas en un nihilista panorama de joyas –piedras preciosas y perlas a mansalva-, bisutería, flores, zapatos de tacón alto y besos de telenovela. Por no hablar de la visión descarada que ofrece acerca del sexo estandardizado y siempre dirigido a hombres. Para subvertir, lógicamente, un montón de teorías absurdas y que sin embargo la educación de hoy todavía se afana en asentar. Paradigma de una portentosa y sin embargo irónica confianza en la mujer es la serie trofeos, donde las chicas sujetan entre sus manos las presas obtenidas en fructíferas jornadas de caza; los atuendos de estas chicas, claramente inspirados en la moda de décadas pasadas o en entornos más o menos aburguesados/cortijeros, recontextualizan la posición de la mujer en ámbitos sociales que le fueron negados incluso en épocas de reivindicación. Quizá olvidamos que estamos en una etapa de clara relajación al respecto, quizá olvidamos el cariz malintencionadamente despectivo que se le ha atribuido al ser feminista…
El adhesivo reflectante sobre el que ella desliza sus pinceles al óleo, un actualísimo pan de oro tal que aquellos iconos medievales, es el escenario perfecto para el ruidoso plantel de alegrías vanas y felicidades fingidas. No en vano, y para cuestionar las banalidades al tiempo que las pone de relieve, en la pintura de María José se desarrolla una ingente variedad de formas modernas de desarrollar el nuevo estofado: Las mil y una técnicas de la purpurina.
María José ha entrado en la escena pictórica en un entorno que le puede ser afable; justo en un momento en que se valora –otra vez- a la pintura por su capacidad iconográfica y su poder de representación. Encaja a las mil maravillas en un repertorio internacional de artistas que concede un singular protagonismo a la figuración jeroglífica, y que por el poder de la asociación de las ideas es capaz, poderosamente, de contar un pensamiento bien hilvanado.
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