Uno de los ejemplos más notorios podría constituirlo el más famoso de los buscadores google en negro, el Blackle (http://www.blackle.com): Alguien ha teñido de negro el rey de los motores de búsqueda, aseverando que los monitores que lo manipulen convenientemente para el rastreo ahorrarían una media de hasta setecientos cincuenta megavatios por hora al año (sosteniendo la idea de que una pantalla con fondo blanco consume mucha más energía eléctrica). El efecto es inevitable: El aleteo de una mariposa allá en un pequeño blog que daba la voz de alarma deviene en una insondable cantidad de páginas en las que ahora se debate sobre la necesidad de implantar el fondo negro, en plena era del cambio climático. De verdades incómodas se nutre la cultura, como siempre.
No obstante, el Net-Art posee innumerables barreras que se alejan en mucho del objeto social que el arte público pretende. La más evidente, a todas luces, es el carácter caótico de muchas de las piezas que vieron la luz en su todavía incipiente eclosión. La parafernalia que constituye su envoltura suele basarse en una frenética sobreinformación que promueve una navegación inquieta e infiel. Véase el caso desnaturalizado de Absurd (http://www.absurd.org), una web que pretende desconcertar al navegante con un recurso más que explotado por muchos netartistas: La autorreferencialidad; es decir, aludir directamente a la interfaz que soporta la pieza (por decirlo de otro modo, dejar al descubierto la estructura y sus errores de programación), evidenciar la tecnología que subyace y evocar una belleza impregnada de recursos sígnicos. En esa línea se encuentra un clásico como Jodi (http://www.jodi.org), que basa la mayor parte de sus trabajos en hacer visible los códigos que posibilitan la estructura, enfrentando al internauta a una suerte de galimatías ilegible atufado de la estética MS-DOS –allá cuando nuestras pantallas de curvas sugerentes no podían agasajarnos con dieciséis millones de colores-.
Básicamente, en estos primeros años de vida, el Net Art ha fundamentado buena parte de sus principios en un funcionamiento hipertextual (hablando claro, el de textos que remiten a otros textos mediante enlaces), incidiendo en soluciones laberínticas en las que rara vez se saca algo en claro. Como en aquellos maravillosos libros juveniles de los ochenta, elegimos nuestra propia aventura, pero es tan fácil que perdamos el hilo de Ariadna y desistir como acudir a nuestra particular bandeja de descargas ilegales para echar el rato. ¿Cuál es si no la vigencia de nuestra visita a sitios como Form (http://www.c3.hu/collection/form/index1.html), que plantea toda una respuesta estética a partir de los habituales formularios convenidos en la red para hacernos con un correo electrónico o un diario personal?
Al margen de las dificultades, este Arte en Red, que se regocija en los medios recién encontrados por la cultura de los noventa, ha proporcionado un interesante discurso paralelo a lo que ya experimentamos en nuestra navegación cotidiana: Que dejamos de estar bajo el yugo de la linealidad de la información; que un concepto puede estar en más de un casillero clasificatorio, y que se puede llegar a un destino (deseado o no) por multitud de afluentes y vasos comunicantes, superando la antigua barrera enciclopédica del índice y el subíndice. El Net Art (el que tiene como raíz de su ser la conciencia de estar en Red) se plantea así como enorme planta rizomática, que puede hacer florecer sus bulbos aquí y allá descollando de entre lo organizado que será siempre el empeño científico del ser humano.
En este sentido, existen iniciativas que consisten en desplegar interminables laberintos: El inconmensurable dédalo hipertextual Blather (literalmente, tonterías; en http://www.blather.newdream.net), que se define a sí mismo como un “Manojo de palabras, esparcidas por una retorcida y serpenteante web de palabrería, perspicacia y placer absurdo”, sería uno de estos imposibles callejeros de la desorientación gratuita. Lo más fascinante del sitio en cuestión, salvando la extrema sencillez de su diseño, es la posibilidad de que cada visitante tenga la oportunidad de añadir definiciones propias de palabras que, al ser agregadas automáticamente, generan nuevos vínculos –pasadizos, vericuetos, puertas- a otras estancias del imaginario enredo. Como plasmación de este concepto, no deja de ser curioso que diversas entidades y colectivos artísticos han desarrollado la idea del Net Art como algo cooperativo, en lo que entra en vigor la base imprescindible de red social como cauce de intercambios.
Resulta muy hermoso que dichas estrategias hayan desatado una nueva y flamante pasión por los laberintos –algo tan antiguo como el Palacio de Cnosos y las leyendas en torno a él-, construyendo además una interesante metáfora de internet. Así, por ejemplo, se desarrolló el proyecto Tol tol tol –un laberinto virtual que se reestructura constantemente- (http://www.iua.upf.es/~jferrer/tol/), cuya metodología de investigación generó a su vez una interesante réplica física, Tol tul tol, prevista como una estructura de pilares y puertas que queda sujeta a la reconfiguración del espacio por los propios visitantes –que pueden correr y descorrer cerrojos para modificar la utilidad de las puertas-. En sintonía con esos preceptos, el coreano Kuyuchul Ahn, con su instalación Forty-nine rooms, plantea un juego mediante cuarentaynueve habitáculos intercomunicados por puertas convencionales que requieren una acción inmediata por parte del público. El mismo espíritu lo podemos encontrar en el simpático laberinto Cajacabeza, que modifica la percepción del individuo a partir de algo tan sencillo como cajas de cartón suspendidas del techo de la sala de exposiciones, que obliga a la rápida toma de decisiones.
La preocupación final de estas empresas pasa por la toma de conciencia de admitirse perdidos en un océano de información. Diversos sistemas informáticos han tratado de topografiar internet, con el consecuente abismo que esa actitud refleja. Como advierte el dicho popular, a veces los árboles no dejan ver el bosque. En la red se hace muy difícil tener una idea sólida de las estructuras, y apenas somos capaces de imaginar determinadas magnitudes en relación a los recorridos que trazamos en una hora de navegación. Podríamos convenir una conclusión resignada, en la que admitimos que la red es el jardín de los senderos que se bifurcan [*], con infinitas posibles salidas. Pero, realmente, ¿quién desea salir?
[*] Obra de Jorge Luís Borges.
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