El CAC-Málaga se inauguró en febrero de 2003.
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Muchos malagueños debieron preguntarse entonces qué es una kunsthaus, habida cuenta de la palabrería arrojada a los medios en los días previos a la apertura del centro de arte. Sonó pedante el germanismo, y pudo incitarnos a pensar en un lugar elitista; muy en contra de lo que el término encerraba, el ávido lector de diarios locales, que avistaba a la crema de la sociedad y sus fastos, pudo imaginarse un sitio hermético a sus propietarios más directos. Había que dar tiempo al tiempo para comprobar la verdadera vocación de aquél antiguo mercado remaquillado. Y saber definitivamente si aquello era o no una kunsthaus, cuestión vital.
A falta de un modelo cercano de kunsthaus para el parangón, afirmar que se ha logrado puede ser difícil. Pero tras la bruma de doce meses de incansable actividad, los malagueños han hecho evidentemente suyo el casón del arte teóricamente ilegible.
Al principio las salas olían demasiado a pintura. Inevitablemente, para muchos, aquella espectacular colección de fotografías de la Bolsa alemana debió quedar en un segundo plano ante el sentido análisis que los visitantes hacían del edificio. Y es que hacía mucho que en Málaga no había tantos metros cúbicos de aire para envolver arte. Las salas del Palacio Episcopal, la Sala Alameda o el más reciente Museo Municipal eran, en principio, idóneos contenedores. Con la salvedad de sus limitaciones espaciales: En ninguno de los casos se conseguía la diafanidad y la grandeza del antiguo mercado de mayoristas de Málaga, una sobresaliente obra del racionalismo español en la persona de Luis Gutiérrez Soto.
La primera persona en Málaga que abogó por la solución del Mercado fue Isidoro Coloma Martín, profesor de Museología de la Universidad de Málaga, que llegó a publicar un pormenorizado artículo en que desvelaba las excelentes cualidades del inmueble, mucho antes de que cualquier alcalde soñase siquiera con la posibilidad de un nuevo espacio para el Arte.
Una vez en funcionamiento, una inteligente gestión ha deparado a la ciudad una brillante tarjeta de visita, en un momento en que el escepticismo hacia los nuevos centros de arte era más que creciente. Y a ello no sólo le ha llevado el espléndido programa de exposiciones, sino sobre todo la manera en que se ha sacado partido al material que el edificio haya contenido, permanente o temporalmente.
El personal del CAC-Málaga ha llevado el arte a la gente o ha sumergido a la gente en el arte; y en ese sentido la variedad de los grupos humanos que han sido invitados fue tan diverso que la iniciativa bien merece un reconocimiento. Elogiable la asiduidad con que grupos de escolares o personas de avanzada edad han recorrido las salas del CAC con la sonrisa satisfecha de saberse bien acompañados y monitorizados, que no necesariamente guiados. Particularmente, el personal del departamento didáctico suele llevar a gala lo mucho que se aprende de esas miradas no contaminadas, en ojos que nunca antes se habían topado de bruces con el arte que se está haciendo ahora. En el momento en que el museo fue también casa y taller de la gente, aquellos jubilados y niños, por ir a los ejemplos más extremos, se sintieron como en su kunsthaus, otra vez la palabreja. Imagino que se ha conseguido.
A un año vista, nos queda recordar imágenes imborrables: El bosque animado de Tony Cragg, que nos subyugó a todos a danzar en derredor de las esculturas; las acogedoras y monumentales fotografías de Hannah Collins, que se hicieron a nuestra escala y sirvieron de escenario a nuestros anhelos; el vertedero de ideas de Thomas Hirschhorn, tan sucio y cotidiano como nuestra realidad; o el bello colofón de Gerhard Richter, que pone el punto y aparte para la nueva andadura de este segundo año y todavía podemos disfrutar hasta la próxima primavera.
Publicado originalmente en lafresa.org, 2004.
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