Exposición
PICASSO Tradición y vanguardia,
Museo Nacional del Prado y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
Madrid, junio/septiembre 06
Comisarios: Carmen Giménez y Francisco Calvo Serraller
“La soberbia curatorial carece de toda sensatez”.
Fernando Castro Flórez.
Allá por junio de este mismo año llegó a mis manos el número mensual de la revista de Arte con más aceptación en el gran público. En portada, una plañidera de tez cetrina de esas que tanto reverenciamos por el simple hecho de pertenecer al trasunto del tesoro nacional en que se ha convertido el Guernica. Ávidamente, busco la referencia a la que sin duda ha sido la exposición del verano –colas dignas de aquella expo de Sevilla, aguante estoico bajo un calor ya castizo-: Picasso. Tradición y Vanguardia. Leo la correctísima crónica, algo salvable para el aficionado medio si es que ya le asaetearon con la vida y los milagros del pintor malagueño años ha. Y, algo decepcionado, volteo la última hoja del artículo para, ahora sí, paladear la contracrónica.
Ya conocía la sección fija que antes ostentase mi admirado Fernando Castro, una especial atalaya donde vapulear sin receso los desmanes de artistas, comisarios y ministras, entre otras exquisiteces. El reencuentro no pudo menos que ser sabroso; el crítico desprecia con diafanidad el empeño curatorial de poner las cosas juntitas para que nos enteremos de lo que pasa. Como todos sabrán, la muestra ha sido una ocasión singular para contemplar, unas junto a otras, piezas clave del artista moderno y aquellas otras que por analogía se encuentran entre las fuentes de las que bebió. Mover las obras de un museo al otro (recordemos que las sedes fueron el Prado y el Reina Sofía) para generar un evento posmoderno es banalizar la gestión cultural, y propiciar la afluencia masiva bajo este reclamo ha de ser tildado al menos de exceso.
Las argumentaciones cronológicas y límpidas a que nos han acostumbrado aburren, sin más. El reto de abrir la gran galería del Prado a su más ilustre visitante –el incipiente Picasso que tomaba esbozos (hoy se habría paseado con un móvil de última generación y saltado todas las reglas al respecto para descargar en su PC de sobremesa una colección fabulosa de imágenes technicolor)- es un acierto. En primer lugar, porque Picasso no debió sentir que rompía con nada –tendría, sí, el vértigo de saberse abriendo rendijas nuevas-; más bien se consideró heredero –y muy digno- de una tradición riquísima. Entre todos hemos ignorado aquella voluntad de que el Guernica se atesorase en la gran pinacoteca madrileña; conforme el tiempo pasa es menos descabellado, por eso de que la pintura nunca muere y hay tanto arte intangible –como es deseado al fin y al cabo-.
Publicado originalmente en lafresa.org, 2006.
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