Que el arte es un juego queda más que demostrado: a nivel intelectual, las grandes obras maestras nos han proporcionado segundas lecturas, juegos de palabras, dobles significados, giros ingeniosos y otros deleites que han sido un jugoso solaz para intérpretes y especialistas, así como del gran público una vez introducido en el código adecuadamente. Pero es que además, y muy a pesar de un buen número de detractores de lo banal, el arte se ha convertido –especialmente en esta contemporaneidad inmediata donde el espectáculo es santo y seña de un momento de crisis- literalmente en un juego. Recordemos los toboganes en la Tate Modern (del artista Carsten Höller), jugoso atractivo mucho más poderoso que cualquier lienzo exhibido allí para miles de turistas desaforados; o algo todavía más reciente, la escultura de Daniel Edwards que mostraba a Paris Hilton muerta, rodeada de sus propias entrañas como si de piezas de un puzzle reconstruible se tratara, al modo de los muñecos anatómicos por entregas (los que acudieron entonces a la galería Capla Kesting de Nueva York estaban autorizados a manipular la escultura, extraer o reintroducir los órganos vitales e incluso unos pequeños fetos). Más allá de esa voluntad de los artistas por acercar su discurso al método lúdico –algo tan presente hoy en los museos que empalaga-, el juego está siendo redescubierto como materia artística al igual que poco antes se haya reconocido al cómic o al videoclip como asunto de creadores. Obsérvese si no la exposición Tres Maestros del Videojuego que se celebró en Sabadell en marzo de 2007, donde a un tiempo las piezas quedaban emplazadas como objeto museístico a la par que disponibles para la diversión del público congregado.
Sin lugar a dudas, de todas las posibilidades que el asunto ofrece, las más interesantes son aquellas que hacen derivar el juego en asuntos netamente artísticos como la reflexión, la exposición de conceptos elevados y la representación de asuntos sociales absolutamente imbricados en problemáticas actuales y/o atemporales.
El ejemplo más valioso lo he encontrado en la instalación Game of Life; Jersey Edition de Catarina Campino. La obra consiste en una habitación en la que todo está preparado para disfrutar de un tranquilo juego de mesa (una luz cálida, unos mulllidos almohadones en el suelo, un tablero de juego al uso con pequeños dioramas, fichas y otros instrumentos de juego, así como fajos de billetes imaginarios a la manera del mejor Monopoly). Todo resulta afable y tranquilo si permanecemos distantes; pero la artista pone a nuestra disposición una más que ilustrativa hoja de instrucciones, que nos introduce en unas reglas de juego demasiado poco convencionales: los protagonistas del mismo son personajes tan dispares como un piloto de fórmula 1, un cónsul, un constructor, una jardinera, una camarera de hotel y una trabajadora no cualificada; gracias a estas miniaturas disponibles sobre el tablero, podemos “jugar el juego de la vida sin sufrir sus consecuencias”, según palabras de la propia artista.
La obra surgió de la experiencia compartida en la que la creadora portuguesa habría convivido con un grupo de inmigrantes en la isla británica de Jersey, donde las condiciones de vida son especialmente peculiares para los no autóctonos (Jersey es puerto franco así como paraíso turístico, y desarrolló una singular legislación en torno a los derechos y deberes de sus ciudadanos, que deja bastante maltrechos los derechos de los foráneos que desean establecerse allí). Las normas prohibitivas en exceso para los inmigrantes –que son considerados como tales hasta doce años después de su arribo; mientras tanto ni siquiera pueden adquirir una vivienda-, puestas en contraste con el bienestar que disfrutan los vernáculos, materializan una asimetría social que Campino ha sabido plasmar de una forma sencilla y directa. Cualquiera que se siente a jugar a Game of Life podrá experimentar la injusticia de una forma bastante rápida –desde la asignación de roles y el reparto desigual del dinero hasta los inconvenientes que se vengan desarrollando en el transcurso de la partida-.
En una cierta sintonía se haya la obra de Valeriano López, Estrecho Adventure. Un falso videojuego –aunque mantiene la estética hierática y pixelada de las aventuras gráficas que inundaron el mercado en los ochenta, la obra se nos muestra como un vídeo reproducido en modo bucle en el que se suceden los distintos pasos de nivel hasta el inevitable game over- en el que se plasman de un modo bastante irónico las peripecias que sufren miles de inmigrantes al atravesar el Estrecho de Gibraltar. Fue una de las obras más interesantes mostradas en Emergencias, la exhibición inaugural del MUSAC de León, y toda una valiente apuesta por el arte social más desinhibido. El protagonista que encarnaría cualquiera de nosotros como probable jugador de la partida se llama Abdul, es marroquí, y ha de sortear el trepidante oleaje del mediterráneo en su insignificante patera al tiempo que esquivar una implacable persecución por parte de la Guardia Civil española; Abdul continúa su singular aventura trabajando de forma más que precaria en un invernadero donde se cultivan tomates, y pasa un auténtico calvario cuyo único objetivo es ser considerado legal en un país extraño (de nuevo la situación de ciudadano de segunda como trasfondo). Acaba el artista pronunciando un explícito manifiesto al enfocar, en una interesante segunda parte, a dos niños marroquíes jugando a esta odisea en la máquina de videojuegos de una cafetería.
La tercera muestra de este modo de arte nos la ofrecen el equipo creativo formado por Irma Solernou, Beatriz Sánchez y Antonio J. Ruiz Montesinos: Videopatía, una suerte de sencillo juego interactivo disponible en la red internet que posibilita al navegante convertirse en videópata –algo así como un coleccionista de vídeos y al tiempo coleccionista de pequeñas vidas bajo control-. La pantalla de la web en cuestión [http://www.dforma.net/videopatia/] muestra al usuario diversos frascos de cristal alineados como en un anaquel clasificatorio, continentes asímismo de sendos personajes reducidos a objetos de estudio o diminutas cobayas de laboratorio, en la intención de que superpongamos nuestra voluntad –ese histórico afán del ser humano por controlar la existencia de los semejantes- y probemos con la ilógica de la combinatoria, deparando en sorprendentes reacciones por parte de los pequeños humanos en cuestión. Sólo con arrastrar el cursor de nuestro ratón sobre los frascos y depositarlos en un orden distinto –operación en extremo sencilla y desprovista de esa infructuosa sofisticación innecesaria que pulula por las webs de animación- podemos producir el efecto onírico y surrealista que propugna Beatriz Sánchez o un tipo de narrativa interactiva a la que son proclives Antonio Ruiz e Irma Solernou. Los catorce personajes, al ser situados a la izquierda o derecha del resto de sus coetáneos, dan lugar a veintiséis situaciones y reacciones diferentes; ofrecen de esta forma un interesante abanico que explora las relaciones sociales y afectivas, así como otros factores psicológicos y hasta poéticos que acaban por conferir al juego un interesante carácter antropológico.
El juego posibilita la asunción de roles, sentirse en el pellejo del otro, investigar en vidas paralelas y vivir identidades lejanas que nos proponen otras visiones del mundo. En definitiva, y muy al hilo de la reciente plataforma interactiva Second Life (que conecta la segunda vida virtual de millones de usuarios de todo el mundo y exalta la fantasía de lo que queremos y no podemos ser), el juego nos facilita la comprensión de la vida. Y es un acierto que determinados artistas analicen esa virtud de una forma tan abrumadoramente clara.
fotografías por cortesía de La Casa Encendida, MUSAC de León y los propios autores de Videopatía.
www.dforma.net/videopatia/
Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.
Sin lugar a dudas, de todas las posibilidades que el asunto ofrece, las más interesantes son aquellas que hacen derivar el juego en asuntos netamente artísticos como la reflexión, la exposición de conceptos elevados y la representación de asuntos sociales absolutamente imbricados en problemáticas actuales y/o atemporales.
El ejemplo más valioso lo he encontrado en la instalación Game of Life; Jersey Edition de Catarina Campino. La obra consiste en una habitación en la que todo está preparado para disfrutar de un tranquilo juego de mesa (una luz cálida, unos mulllidos almohadones en el suelo, un tablero de juego al uso con pequeños dioramas, fichas y otros instrumentos de juego, así como fajos de billetes imaginarios a la manera del mejor Monopoly). Todo resulta afable y tranquilo si permanecemos distantes; pero la artista pone a nuestra disposición una más que ilustrativa hoja de instrucciones, que nos introduce en unas reglas de juego demasiado poco convencionales: los protagonistas del mismo son personajes tan dispares como un piloto de fórmula 1, un cónsul, un constructor, una jardinera, una camarera de hotel y una trabajadora no cualificada; gracias a estas miniaturas disponibles sobre el tablero, podemos “jugar el juego de la vida sin sufrir sus consecuencias”, según palabras de la propia artista.
La obra surgió de la experiencia compartida en la que la creadora portuguesa habría convivido con un grupo de inmigrantes en la isla británica de Jersey, donde las condiciones de vida son especialmente peculiares para los no autóctonos (Jersey es puerto franco así como paraíso turístico, y desarrolló una singular legislación en torno a los derechos y deberes de sus ciudadanos, que deja bastante maltrechos los derechos de los foráneos que desean establecerse allí). Las normas prohibitivas en exceso para los inmigrantes –que son considerados como tales hasta doce años después de su arribo; mientras tanto ni siquiera pueden adquirir una vivienda-, puestas en contraste con el bienestar que disfrutan los vernáculos, materializan una asimetría social que Campino ha sabido plasmar de una forma sencilla y directa. Cualquiera que se siente a jugar a Game of Life podrá experimentar la injusticia de una forma bastante rápida –desde la asignación de roles y el reparto desigual del dinero hasta los inconvenientes que se vengan desarrollando en el transcurso de la partida-.
En una cierta sintonía se haya la obra de Valeriano López, Estrecho Adventure. Un falso videojuego –aunque mantiene la estética hierática y pixelada de las aventuras gráficas que inundaron el mercado en los ochenta, la obra se nos muestra como un vídeo reproducido en modo bucle en el que se suceden los distintos pasos de nivel hasta el inevitable game over- en el que se plasman de un modo bastante irónico las peripecias que sufren miles de inmigrantes al atravesar el Estrecho de Gibraltar. Fue una de las obras más interesantes mostradas en Emergencias, la exhibición inaugural del MUSAC de León, y toda una valiente apuesta por el arte social más desinhibido. El protagonista que encarnaría cualquiera de nosotros como probable jugador de la partida se llama Abdul, es marroquí, y ha de sortear el trepidante oleaje del mediterráneo en su insignificante patera al tiempo que esquivar una implacable persecución por parte de la Guardia Civil española; Abdul continúa su singular aventura trabajando de forma más que precaria en un invernadero donde se cultivan tomates, y pasa un auténtico calvario cuyo único objetivo es ser considerado legal en un país extraño (de nuevo la situación de ciudadano de segunda como trasfondo). Acaba el artista pronunciando un explícito manifiesto al enfocar, en una interesante segunda parte, a dos niños marroquíes jugando a esta odisea en la máquina de videojuegos de una cafetería.
La tercera muestra de este modo de arte nos la ofrecen el equipo creativo formado por Irma Solernou, Beatriz Sánchez y Antonio J. Ruiz Montesinos: Videopatía, una suerte de sencillo juego interactivo disponible en la red internet que posibilita al navegante convertirse en videópata –algo así como un coleccionista de vídeos y al tiempo coleccionista de pequeñas vidas bajo control-. La pantalla de la web en cuestión [http://www.dforma.net/videopatia/] muestra al usuario diversos frascos de cristal alineados como en un anaquel clasificatorio, continentes asímismo de sendos personajes reducidos a objetos de estudio o diminutas cobayas de laboratorio, en la intención de que superpongamos nuestra voluntad –ese histórico afán del ser humano por controlar la existencia de los semejantes- y probemos con la ilógica de la combinatoria, deparando en sorprendentes reacciones por parte de los pequeños humanos en cuestión. Sólo con arrastrar el cursor de nuestro ratón sobre los frascos y depositarlos en un orden distinto –operación en extremo sencilla y desprovista de esa infructuosa sofisticación innecesaria que pulula por las webs de animación- podemos producir el efecto onírico y surrealista que propugna Beatriz Sánchez o un tipo de narrativa interactiva a la que son proclives Antonio Ruiz e Irma Solernou. Los catorce personajes, al ser situados a la izquierda o derecha del resto de sus coetáneos, dan lugar a veintiséis situaciones y reacciones diferentes; ofrecen de esta forma un interesante abanico que explora las relaciones sociales y afectivas, así como otros factores psicológicos y hasta poéticos que acaban por conferir al juego un interesante carácter antropológico.
El juego posibilita la asunción de roles, sentirse en el pellejo del otro, investigar en vidas paralelas y vivir identidades lejanas que nos proponen otras visiones del mundo. En definitiva, y muy al hilo de la reciente plataforma interactiva Second Life (que conecta la segunda vida virtual de millones de usuarios de todo el mundo y exalta la fantasía de lo que queremos y no podemos ser), el juego nos facilita la comprensión de la vida. Y es un acierto que determinados artistas analicen esa virtud de una forma tan abrumadoramente clara.
fotografías por cortesía de La Casa Encendida, MUSAC de León y los propios autores de Videopatía.
www.dforma.net/videopatia/
Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.
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