Exposición en Museo Picasso Málaga. Hasta 11/06/06.
En 1946 Pablo Picasso fue invitado a usar una gran sala del Castillo Grimaldi como taller; el artista quiso agradecer este gesto con el fabuloso regalo de "decorar el museo", como él mismo declaró. Estas obras, que conformaron el primer Museo Picasso -inaugurado veinte años después-, se muestran ahora en la ciudad natal del pintor y en su mayor parte jamás habían salido de las salas de Antibes.
Para aferrarnos a la vida, en situaciones difíciles, normalmente acabamos recurriendo a las cosas más ínfimas que nos rodean. El ser humano aprecia especialmente los detalles cotidianos, aquellos que le prometen una existencia prolongada en mañana y cargada de vivencias de ayer. Quizá no haya un asunto para el arte más grandioso que hablar de la vida o la muerte. La plenitud de la existencia, el ansia reproductora, la fertilidad, el inevitable deterioro, el ocaso… Y sin embargo, no he encontrado mejor manera de hacerlo que desde las cosas sin importancia. Para perpetuar la vida –vida henchida como serían aquellos momentos de incipiente paternidad, en un Picasso sexagenario voluptuosamente trabajador-, el artista sublimó un lenguado y una raja de sandía, o un quinqué o unos erizos. Con su pintura exquisitamente gris –gris monumental, gris inmortal- pintó a modo de eternos bajorrelieves la gesta diaria del plato del almuerzo y la disfrutona sensación de sentirse cada día carne y vísceras.
En 1946 Pablo Picasso fue invitado a usar una gran sala del Castillo Grimaldi como taller; el artista quiso agradecer este gesto con el fabuloso regalo de "decorar el museo", como él mismo declaró. Estas obras, que conformaron el primer Museo Picasso -inaugurado veinte años después-, se muestran ahora en la ciudad natal del pintor y en su mayor parte jamás habían salido de las salas de Antibes.
Para aferrarnos a la vida, en situaciones difíciles, normalmente acabamos recurriendo a las cosas más ínfimas que nos rodean. El ser humano aprecia especialmente los detalles cotidianos, aquellos que le prometen una existencia prolongada en mañana y cargada de vivencias de ayer. Quizá no haya un asunto para el arte más grandioso que hablar de la vida o la muerte. La plenitud de la existencia, el ansia reproductora, la fertilidad, el inevitable deterioro, el ocaso… Y sin embargo, no he encontrado mejor manera de hacerlo que desde las cosas sin importancia. Para perpetuar la vida –vida henchida como serían aquellos momentos de incipiente paternidad, en un Picasso sexagenario voluptuosamente trabajador-, el artista sublimó un lenguado y una raja de sandía, o un quinqué o unos erizos. Con su pintura exquisitamente gris –gris monumental, gris inmortal- pintó a modo de eternos bajorrelieves la gesta diaria del plato del almuerzo y la disfrutona sensación de sentirse cada día carne y vísceras.
Aquél Picasso privilegiado –un día el director de un Museo le ofrece una planta entera del recinto expositivo para que trabaje a sus anchas, tal es la consideración que se tiene del artista- pintó a destajo las cosas que le impresionaron. Varias veces Picasso ha reivindicado la capacidad sencilla de pintar las cosas por sí mismas, sin intención, por la cualidad que tienen para sorprendernos. Habló más de una vez de ir a comprender la pintura como quien va a comprender la música o el canto de los pájaros, hermosas abstracciones a las que no se les pregunta constantemente qué significan.
Haciendo este singular ejercicio de abandono ante la vida, ante lo inevitablemente sorprendente de cada ser animado o inanimado, el pintor trató el asunto más complicado, el de las cosas inmortales. Por eso estos cuadros, ya en fibrocemento ya sobre una tabla tosca, funcionan siempre. No hace falta buscar los constantes faunos y sátiros para referirse a un orden primigenio, mítico. La alegría de vivir no es un tema reinterpretado de una antigua bacanal cualquiera; es una celebración sin la cual no habría pintado y procreado con esa compulsiva fuerza.
Publicado originalmente en lafresa.org, 2006.
Haciendo este singular ejercicio de abandono ante la vida, ante lo inevitablemente sorprendente de cada ser animado o inanimado, el pintor trató el asunto más complicado, el de las cosas inmortales. Por eso estos cuadros, ya en fibrocemento ya sobre una tabla tosca, funcionan siempre. No hace falta buscar los constantes faunos y sátiros para referirse a un orden primigenio, mítico. La alegría de vivir no es un tema reinterpretado de una antigua bacanal cualquiera; es una celebración sin la cual no habría pintado y procreado con esa compulsiva fuerza.
Publicado originalmente en lafresa.org, 2006.
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