Para poder perderse en un bosque hay que partir de la intención primigenia de dirigirse a él. Esta obviedad resulta ramplona a todas luces, si el bosque del que estamos hablando lo constituye la materia orgánica, si el reducto forestal cumple el requisito objetivo de pertenecer a un lugar, es decir si es localizable mediante la ciencia geográfica. Pero el poder transformador de la intención artística puede provocar una mutación profunda en los conceptos. Un bosque puede estar en un lugar, pero puede ser portátil y por tanto efímero; un bosque puede estar vivo, aunque constituido por materias inertes. Y por lo tanto, en esos otros bosques, perderse es un ejercicio que nos puede sobrevenir, sin que nuestra intención de dirigirnos a ellos haya tenido que ver. Mahoma no va a la montaña, la montaña va en pos de Mahoma. Y el bosque en pos de nosotros.
Naomi Siegmann, la cabeza pensante de esta locura forestal, quería llevar un bosque de un lado para otro; para ello los artistas habrían de respetar la premisa de la sacrosanta Ecología –uno de los verdaderos iconos de devoción del arte contemporáneo, al modo en que lo era la Inmaculada Concepción en el siglo XVII-, de manera que el material lígneo quedaría vetado. Los escultores, al tener que prescindir de la madera para representar árboles, escogieron las sustancias inorgánicas más variadas –aluminio, cerámica, acero, plástico, resina, bronce...- incluyendo elementos de reciclaje que enfatizaban el sentido del proyecto –el hierro de una vieja sombrilla, unas llantas de neumático, unas correas de motosierra...-. El resultado es un bosque del todo surreal. Y perderse en él es un evidente placer.
El árbol hulero (arbor umbrellicus ciclopedii), de Helen Escobedo, resume para mí mejor que ninguno este detenido planto. Su copa se extiende o comprime a voluntad de su propietario –cuando podamos doblegar la naturaleza hasta ese punto estaremos definitivamente acabados- y su olor –extraño, alquitranado, petrolífero- es el símbolo de una muerte previsible. Las raíces de Catherine Widgery y Steve Tobin, de resina o de bronce pintado respectivamente, dejan al desnudo el punto de apoyo de los bosques, y se convierten en pseudoárboles desubicados. La obra de Robert Lobe, por su parte, un tronco hueco y caído sobre la fronda, no necesita de mucho artificio para presentarnos una naturaleza en plena eutanasia pasiva.
Publicado originalmente en lafresa.org, 2006.
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