He visto en la sala Rectorado del Paseo del Parque, a vuelapluma, la exposición que cada año presenta a los galardonados y seleccionados en el certamen andaluz de artes plásticas. Confieso que la ví con el desinterés de una mañana rara en la que visitamos belenes horribles -ya nadie se lo curra por estos lares- y paseamos junto a los puestecillos navideños que venden siempre los mismos pañuelos palestinos, los mismos atrapasueños y las mismas otras consabidas maravillas para regalar.
Llevaba a mi sobrina de casi ocho meses en brazos, una caterva de adultos cada uno con un tema de conversación -mi estupenda madre incluida- y un teléfono en ristre por el que Maricarmen me hacía planes de futuros inmediatos, visitas al Ikea y jolgorios varios. Entretanto, hube de husmear entre la paja y encontrar algunas cosas entretenidas:
El ciervo repintado de Marina Rodríguez Vargas, constelado de una miríada de vasos capilares y otras sanguinidades afines que se entreveraban con huesos y campos cromáticos algo coralíferos, que me recordaron lo fridakahlianos que se han vuelto los corazones que garabateo constantemente. Luego gracias a San Google he podido comprobar que sí, que ya había visto obra suya antes, en el Artium de Vitoria hace dos veranos, una especie de gran revólver pintado según una técnica muy similar y hacia la que ya disparé con mi terminal móvil para disgusto de las chicas de sala, tan adiestradas para la amonestación. El poder de la afinidad reconocida -cuando me siento reflejado en parte de los intereses de un artista, en este caso de las cualidades del recamado textural tan envolvente y postbarroco- me entretuvo, y conmigo a los allí presentes, que acabaron también -inevitablemente- por retratarse con el ciervo como si se tratara del pollino de bronce que hay en el parque.
Los vinilos silueteados de Carlos Aires, que llamaron la atención de todos y nos tuvieron unos minutos leyendo los adhesivos circulares que identifican a cada disco, tratando de adivinar alguna relación concluyente. Como suele ocurrir con esto del Arte Contemporáneo, despierta en todos más interés el cómo está hecho que otra cosa -con ese matiz de pequeño espectáculo o de reclamo consentido a la estulticia-, lo cual no hizo sino amplificar la sensación de jornada vacacional y despreocupada. Luego mi Anita del alma nos comentó algunas de las cosillas que sabe de su amigo Carlos Aires -que si vuelve a etapas pasadas y tal-, del que ya ha escrito en alguna ocasión, lo que ha incitado mi curiosidad de nuevo; para regocijo de mi paladar y mi memoria, he constatado que también pude ver In the glass darkly -otra obra de Aires- en aquella misma exposición del Artium. ¿Casualidad?
Por último, encontrarme -y fue un encuentro muy grato- con la obra modular de Antonio R. Montesinos, al que conozco personalmente y cuyas piezas, estas y otras, me recuerdan constantemente lo embebidos que andamos por las redes sociales y otros laberintos de enlaces invisibles en los que nos encarta perdernos y hallarnos. Siempre obsesionado con realizar una especie de mapa sinestésico del mundo, de estas y otras paranoias, de las conexiones que se establecen desde la pantalla callada de cada uno. Observo esos círculos en forma de rosetón, diagramas clarificadores de los lugares a los que estamos enganchados y por los que pasamos, y me recuerda que tengo varias direcciones de correo y múltiples sesiones de usuario -por ende, múltiples contraseñas que no sé cómo consigo recordar-, varios espacios virtuales que, como también dice mi amiga Anita, puede que nos sobrevivan y nadie consiga cerrar o ultimar en el futuro. Montesinos me muestra el abismo informático al que nos hemos subyugado.
Después los vinitos en el Café Negro y un buffet chino apabullante nos tumbaron a todos, haciendo también que se relativicen las reflexiones engoladas.
Hoy escribo de esta manera deslavazada, a horas inhóspitas y sin criterio de estilo alguno, por ello mis disculpas. Pero es que he salido de una película de Clint Eastwood que dejaba demasiados cabos sueltos -y eso que yo quería ver Milk-, más descontento a medida que charlaba de camino a casa y con el agravante de un frío rarísimo que aventura más labios deshidratados y más nudillos enrojecidos.
Llevaba a mi sobrina de casi ocho meses en brazos, una caterva de adultos cada uno con un tema de conversación -mi estupenda madre incluida- y un teléfono en ristre por el que Maricarmen me hacía planes de futuros inmediatos, visitas al Ikea y jolgorios varios. Entretanto, hube de husmear entre la paja y encontrar algunas cosas entretenidas:
El ciervo repintado de Marina Rodríguez Vargas, constelado de una miríada de vasos capilares y otras sanguinidades afines que se entreveraban con huesos y campos cromáticos algo coralíferos, que me recordaron lo fridakahlianos que se han vuelto los corazones que garabateo constantemente. Luego gracias a San Google he podido comprobar que sí, que ya había visto obra suya antes, en el Artium de Vitoria hace dos veranos, una especie de gran revólver pintado según una técnica muy similar y hacia la que ya disparé con mi terminal móvil para disgusto de las chicas de sala, tan adiestradas para la amonestación. El poder de la afinidad reconocida -cuando me siento reflejado en parte de los intereses de un artista, en este caso de las cualidades del recamado textural tan envolvente y postbarroco- me entretuvo, y conmigo a los allí presentes, que acabaron también -inevitablemente- por retratarse con el ciervo como si se tratara del pollino de bronce que hay en el parque.
Los vinilos silueteados de Carlos Aires, que llamaron la atención de todos y nos tuvieron unos minutos leyendo los adhesivos circulares que identifican a cada disco, tratando de adivinar alguna relación concluyente. Como suele ocurrir con esto del Arte Contemporáneo, despierta en todos más interés el cómo está hecho que otra cosa -con ese matiz de pequeño espectáculo o de reclamo consentido a la estulticia-, lo cual no hizo sino amplificar la sensación de jornada vacacional y despreocupada. Luego mi Anita del alma nos comentó algunas de las cosillas que sabe de su amigo Carlos Aires -que si vuelve a etapas pasadas y tal-, del que ya ha escrito en alguna ocasión, lo que ha incitado mi curiosidad de nuevo; para regocijo de mi paladar y mi memoria, he constatado que también pude ver In the glass darkly -otra obra de Aires- en aquella misma exposición del Artium. ¿Casualidad?
Por último, encontrarme -y fue un encuentro muy grato- con la obra modular de Antonio R. Montesinos, al que conozco personalmente y cuyas piezas, estas y otras, me recuerdan constantemente lo embebidos que andamos por las redes sociales y otros laberintos de enlaces invisibles en los que nos encarta perdernos y hallarnos. Siempre obsesionado con realizar una especie de mapa sinestésico del mundo, de estas y otras paranoias, de las conexiones que se establecen desde la pantalla callada de cada uno. Observo esos círculos en forma de rosetón, diagramas clarificadores de los lugares a los que estamos enganchados y por los que pasamos, y me recuerda que tengo varias direcciones de correo y múltiples sesiones de usuario -por ende, múltiples contraseñas que no sé cómo consigo recordar-, varios espacios virtuales que, como también dice mi amiga Anita, puede que nos sobrevivan y nadie consiga cerrar o ultimar en el futuro. Montesinos me muestra el abismo informático al que nos hemos subyugado.
Después los vinitos en el Café Negro y un buffet chino apabullante nos tumbaron a todos, haciendo también que se relativicen las reflexiones engoladas.
Hoy escribo de esta manera deslavazada, a horas inhóspitas y sin criterio de estilo alguno, por ello mis disculpas. Pero es que he salido de una película de Clint Eastwood que dejaba demasiados cabos sueltos -y eso que yo quería ver Milk-, más descontento a medida que charlaba de camino a casa y con el agravante de un frío rarísimo que aventura más labios deshidratados y más nudillos enrojecidos.
5 comentarios:
Me encanta que escribas desenfadado y que te salgas de las pelis y que tengamos entre otras muchas cosas en común mil contraseñas para cibernavegar por la Red...
muaaaa
Ey, de Carlos Aires tengo apalabrada, con una galeria de Malaga, una fotografia de su polemica serie
"Ellos me enseñaron a amar". ¿le conoces?
No personalmente, la que sí que lo conoce es Ana, creo que estudiaron juntos a algo así; los dos son de Ronda. ¿La galería es la de Javier Marín?
Si, la JM. Parece que ahora esta en actividad cero pero sigue gestionando obras.
A ver si para finales de Enero, cuando que confirmen que aun es mia, pasa via AVe por Malaga a recogerla .
No se muy bien como llegué a ti blog. Gracias por el comentario Pedro!
Antonio
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