
Bajo nuestros pies aflora el rizoma de algo bien antiguo; una raiz bulbosa, alargada, dormida, se aviva tras un tiempo indefinible. Recuerdo la historieta de aquellos pintores griegos que compitieron por la veracidad de sus cuadros; creo que uno de ellos presumió de que los pajarillos picotearon las uvas pintadas; el otro engañó al primero con una falsa cortina pintada, que supuestamente tapaba su obra.
En una galería de arte londinense, hace mucho menos tiempo, unas bolsas de basura se vendían por 75000 libras esterlinas. Gavin Turk había ido demasiado lejos pidiendo un dineral por sacos de porquería... Pero los pajarillos se acercaron a picotear, los curiosos tocaron levemente las bolsas, infringieron sutilmente las normas y después advirtieron la cartela expositiva que informaba del material de la obra "Pile": Bronce fundido.
Siento profundamente no haber comprobado con mis propios dedos tal ejercicio de virtuosismo; no pude estar en White Cube, Londres, para la fecha. Pero sí que me personé el verano pasado en el Guggenheim de Bilbao, donde había varios falsos muñequitos hinchables -en este caso de aluminio rígido- de Jeff Koons, en una exposición de la colección Broad.


Años de deformación me han castrado las falanges de los dedos para siempre; rozando imprecisamente una obra de arte, para dar fe de lo que debemos creer ciegamente, sólo conseguiría, en mi torpeza, que me pillaran ipso-facto. Y hay una cierta erótica en no tocar lo que se contempla.
Hemos pasado siglos complaciéndonos de cómo el cesto de pan de Zurbarán no llega a caer del cuadro. Ahora, estos zafios hiperrealistas, que azotan nuestros sentidos con trampantojos a lo bestia, también nos deleitan. Tal y como están las cosas, quedan muchos años para que la abstracción vuelva a ser algo moderno.
Publicado originalmente en lafresa.org, 2004.
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