15 ene 2006

Francisco Peinado, el destripador.


Exposición the ripper. Hasta el 31/01/06. Galeria Alfredo Viñas, Málaga.

Reencontrarse con Francisco Peinado siempre es un placer en cuanto a lo pictórico, toda vez que ahoga las convenciones de la técnica y condena sus propias pinceladas a un malvivir de veladuras imposibles y más de una desaparición por encharcamiento. Tal es el modo en que aplica el pigmento sobre la tela o cualquier soporte: con ensañamiento (evitando que anteriores colores puedan si quiera respirar, dejando sólo el rastro de su extraña textura).

Exceptuando las acuarelas y otras sutilezas en las que nunca es del todo Francisco Peinado, este pintor ejecuta sus obras espesando el brillante lodo en que se convierten sus armas oleaginosas, y aplica una sobre otra las capas de sucesivos encuentros, produciendo un confuso efecto de arrepentimiento constante, un quimérico estado de ansiedad pictórica, que sólo descubre quien con malsana curiosidad se acerca demasiado.

Y si esta práctica ambigua, antiacadémica, visceral, es ya de por sí placentera; más nos seduce aún el objeto secreto de sus cuadros. No es nuevo que este artista nos hable de sordideces y oscuridades del alma, en todo caso constituye una constante deliciosa. Pues es en este terreno donde, inevitablemente, se encuentra tan lúcido y produce fábulas de viciada espesura.


Particularmente pienso que su virtud en este terreno de suspense y amarguras fue, casi siempre, la característica forma de ocultar el nudo de cada historia, en una extraña narratividad que nos priva de conocimiento abordándonos tan sólo con desenlaces. Agoreros. Y gran parte de las veces, lúgubres.


En general, Peinado recurría hasta ahora a un imaginario particularísimo rayano en la iconografía popular –historias marcadamente locales muchas veces, cuentos de gitanos, pequeños sucesos que desbordan su propia esencia para resolver en leyendas-. Lo que distingue esta otra propuesta –the ripper, el destripador- es la recurrencia a un icono ya universal, desguazado incontables veces por el cine, las series B, la literatura de ficción y hasta la literatura-realidad (el supuesto diario de Jack el Destripador, publicado a bocajarro como una más de tantas novelas del género policíaco).

El gran público (este tipo de delicatessen siempre van dirigidas a él) contemplaría hoy los desmanes de Jack the ripper con ojos ávidos de una macabra artisticidad. El sentido funesto de la obra de Jack no restaría –según unos especialísimos parámetros de belleza, diversión, entretenimiento-, por tanto, valores como estética o estilo. Cada vez más, una ingente muchedumbre de espectadores acude a la gran pantalla a sufrir (disfrutar pues) el hiperrealismo del horror –donde las cotas últimas aún no han sido fijadas-, en que unas mentes harto clarividentes diseñan apocalípticos planes de aniquilación carnal (El silencio de los corderos y sus secuelas, Seven, Saw…).

Lo que Peinado hace con esta serie de obras (que no dejan de escalofriar en más de un caso) es, en parte, acercarse al lado artístico del asesinato. Figuras como Alfred Hitchcock ya vivieron obsesionadas con la peculiar y supuesta belleza del crimen, proporcionándonos escenas irrepetibles que no habrían visto la luz sin partir de esa pasión. Viendo el lebrillo (Puta, puta), el colchón (sin título) o el altar de los sacrificios (El menú) que el artista ha elaborado –en una faceta que a pesar de las tres dimensiones resulta tan pictórica-, se diría que se ha acercado peligrosamente a los límites, y casi que ha experimentado el ritual dionisíaco que subyace en estas historias.

En tiempos en que cierta clase de violencia cotidiana está desgraciadamente a la orden del día, este tipo de evidencias –la sangre y el insulto ante nosotros- no puede sino glosar, una vez más, el extraño mundo en que vivimos.

www.alfredovinas.com

Publicado originalmente en lafresa.org, 2006.

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