21 may 2010

Sobrevivir



Regreso al Louvre por cuarta o quinta vez, reconociendo familiarmente el territorio conocido y revisitando los puntos palpitantes donde siempre se producen encuentros en la tercera fase: La Victoria a punto de descender, turgente, la escalinata, como una modelo de los años ochenta en Trinitá dei Monti; o la Venus manca, perfecta ante su telón de mármol veteado. Luego están los recientes maquillajes expositivos, algunas novedades casi imperceptibles y, badabúm crash, como un elefante en una cacharrería, irrumpe ante los sentidos la Gioconda entre pilonos, como una Cleopatra adentrándose en Roma pero al modo Hollywood. De mis anteriores vistazos la recordaba enjaulada de un modo más discreto, ahora el lienzo de pared que la ostenta ocupa tanto como las Bodas de Canaá...


Por supuesto, es imposible acercarse; la religiosidad acérrima ha convertido la visita en algo parecido a la peregrinación en torno a las reliquias milagrosas. Atisbo, a través de una veintena de micropantallas digitales de ultima generación, algo borroso como una sonrisa tenue, misteriosa entre los inevitables reflejos que proporciona el generoso cristal acorazado. Un primer pasamanos de madera dibuja una semicircunferencia en torno a la diosa, y un segundo cordón improvisado -cintas y postes efímeros- nos alejan unos cuantos metros más. Se cierne lo atávico, no hay modo de saber si se está ante la Monna Lisa o la Virgen de Guadalupe -en el santuario mejicano los devotos se deslizan en una cinta transportadora y cuentan con apenas unas décimas de segundo para detener sus retinas en la imagen milagrosa-, tal es el grado de catarsis colectiva.

El muro pantalla sobre el que han colgado la tabla más famosa de todas las pinacotecas del mundo tiene la habilidad efectista de un retablo y mucho de truco escenográfico egipcio -mole pseudopétrea que supera en más de tres veces la proporción de la talla humana-. Algunos se preguntan si la fama que precede a esta obra de Leonardo se corresponde a sus cualidades, si esa mirada proporciona tanta magia, o siquiera si lo que se muestra no será un facsímil. Empujados ya por novelas de intrigas masónicas ya por el mito mil veces reconstruido y alimentado por el souvenir, los incondicionales soportan empujones y codazos con un fervor indeleble.


Este afán de preservación, más o menos proporcional, que deja desatendidas otras piezas de similar envergadura, plantea más de un interrogante. ¿Por qué determinados objetos contienen cualidades auráticas que les hace necesitar un microclima tan a conciencia? Se trata de un retrato privado, y sin embargo ha morado en palacios, castillos y abadías, decoró los aposentos de Napoleón, y fue robado y recuperado tras unas pesquisas cuanto menos circumpoéticas en las que se detuvo e interrogó tanto a Apollinaire como a Picasso. En los dos años y ciento once días que la pieza faltó del museo continuó un flujo masivo de visitantes que se acercaban al Louvre a comprobar efectivamente el hueco quizá todavía impregnado de un imperceptible olor de santidad, casi como quién apunta con su mirada y su fe a un mihrab. También resistió una irreverente libación de té por parte de una turista rusa, pero para entonces Lisa Gherardini ya estaba blindada.

Leo en un magazine la pregunta lanzada a bocajarro hacia Anish Kapoor, uno de los grandes de ahora: ¿Donde está la frontera entre el buen y el mal arte? El escultor indio echa unas risas y primero afirma que es muy sencillo. Luego propone su teoría para evaluar la calidad: Deberíamos medir la habilidad de un objeto para sobrevivir a lo que tiene a su alrededor. ¿A cuántos espacios y situaciones puede sobrevivir un objeto? [1] Viendo todo lo que hay montado en derredor de la enigmática pintura, con todos sus supuestos mensajes cifrados y demás charlatanería amén de los intereses que han florecido paulatinamente, presupongo que sobrevivirá, y mucho, a cuanto la rodea.




[1] MENDEZ, Daniel. El arte y el tiempo con Anish Kapoor. Magazine XL Semanan, 2 de Mayo de 2010.



Fotografías por cortesía del Musee du Louvre, París.








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1 comentario:

PIZARR dijo...

Hola Pedro, hace tiempo aterricé en esta casa tuya por casualidad y por un error al guardar el enlace te perdi.

Hoy, como las casualidades no existen en el mundo, te he recuperado "por casualidad"

Y digo esto porque además de haberme encantado esa crónica tuya sobre tu nueva visita al Louvre, terminas tus letras hablando de Anish Kapoor, de quien curiosamente tenía en este momento en mis manos el folleto del Guggenheim de Bilbao, en el que expone su obra hasta el mes de Octubre y al que en una hora escasa estaré visitando.

Lo haré a esta hora d emediodia porque es cuando menos gente acude al museo.

Me gusta su tería sobre lo "autogenerado" y sobre esos objetos que se originan sin premeditación y sin dejar apenas rastro de la mano del autor.

El afirm a que "El material siempre conduce a algo inmaterial"

En fin que ha sido un placer encontrarte d enuevo en este mundo tan complejo virtual

Un saludo desde el Mundo de los Sueños