5 nov 2007

Noelia García Bandera: Compromiso y Honestidad



Compromiso y honestidad podrían ser dos grandes términos que definiesen, así a vuelapluma, el carácter que ha venido marcando la coherente trayectoria de Noelia García Bandera. El primero porque se desprende a todas luces que el objeto de su producción artística, lejos de enmarañarse en ejercicios de estilo o en el devaneo del hallazgo del propio, ha sido y es una especie de débito con sus semejantes que se manifiesta en una diáfana empatía. Lo segundo deducible de una observación rápida, pues hilvanando diversos capítulos de sensibles cambios en su creación está la limpieza del resultado, que cuenta con el mínimo artificio y el límite que impone la veracidad.

A esta fotógrafa malagueña no le importuna el empeño taxonómico que la sitúa en el ámbito de las artistas adheridas a la causa feminista. De hecho, una parte de su producción posee un cierto aire performativo que bien pudiera maridar con las propuestas de Marina Abramovic o Regina José Galindo. Aunque la obra de Noelia no ostenta la rabia fulgurante de esta última –una probable pose mediática-, sí que enlaza directamente con algunos de sus presupuestos discursivos –básicamente la situación del género femenino ante problemáticas como la virginidad, el matrimonio, la identidad sexual y las agresiones sexistas-. De la primera parece tomar algo de su inevitable elegancia serena, confiriendo al conjunto de su obra una poética coherente y sencilla.


Las imágenes de García Bandera son, en ese sentido, tenuemente pictoricistas. Nos llevan a la más sincera pintura barroca española –la retratística más genuina- a la manera de un Pierre Gonnord, si bien otorga a la composición de una luz clarificadora. Lo que en la fotografía al uso viene siendo un deleite estético sobre el detalle, en García Bandera acaba por resultar de una sinceridad pasmosa: Se cuestiona la juventud como sinónimo de belleza, se pone en un brete el ideal atesorado en occidente sobre verdades reveladas acerca del eterno femenino. Se mira de frente a la decrepitud –entresacando una belleza frágil y esquiva-, por tanto también a la muerte (algo hay de vanitas en todo ello), y se erige a la experiencia de los años como parte de la esencialidad.


Fotografías por cortesía de la propia artista.


(Publiqué este texto sobre el artista para el libro "Arte desde Andalucía para el Siglo XXI", coordinado por Iván de la Torre Amerighi, editado por la Junta de Andalucía y presentado en la edición de ARCO 2008)

16 jul 2007

Rachel Whiteread - Aquello que no vemos


EXPOSICIÓN Rachel Whiteread. CACMálaga. Mayo / 26 Agosto 2007.


Rachel Whiteread es considerada una de las artistas imprescindibles para entender el arte actual y la escultura contemporánea más concretamente; las clasificaciones que tanto se estilan no dejan de situarla bien alto, si bien es cierto que los criterios para tales designaciones tienen demasiado en cuenta la cotización de sus piezas o los altos logros en su haber, como invadir la sala de las turbinas de la Tate, hecho que parece destinarse a los que merecen un puesto de honor en los anales. Lejos de impresionarnos, por ejemplo, por el megalómano caos que la escultora esparció a lo largo y ancho del mítico espacio expositivo londinense, los valores que realmente hacen grandiosa la obra de esta artista británica conciernen más bien a algo íntimo. Embankment, la solución a esa prueba de fuego en uno de los santuarios decisivos del arte, no podía resolverse mediante una broma fácil. Muchos especularon entonces, a veces de un modo sarcástico y otras como si se ocuparan de una pesada diatriba, con la idea de que la creadora sencillamente hiciese un vaciado del interior del espacio indómito –a veces se resume el proceder de un autor mediante una especie de receta para fabricar dulces a partir de un único molde, y cierto que hay ocasiones que corroboran ese pensamiento, aunque no es el caso que nos ocupa-. Bien airosa, la artífice salió al paso erigiendo una suerte de ciudad laberíntica a partir del apilamiento de cubos idénticos resultantes del vaciado en polietileno blanco traslúcido de cajas de cartón. Han descrito esa obra como instalación, escultura, laberinto, territorio, paisaje, almacén, y atinan en todo ello. Aunque pocos han advertido el sentido verdaderamente whiteread, el que concede importancia al fragmento, al módulo, a la parte en relación con un todo destruido, a la memoria imborrable y sin embargo pasada del hogar. Porque en la obra de Rachel Whiteread hay melancolía, un sentimiento que flota en torno a todos y cada uno de sus trabajos enfrentándose a la aparente atmósfera distante que parece situarnos ante obras de carácter minimalista y casi autorreferencial.


Ella se muestra preocupada por el espacio que ocupan los volúmenes, y hasta por el espacio que circunda o es contenido por los volúmenes. Pero esta preocupación no es estrictamente formal; pensaríamos en Chillida y su enorme aportación al sentido del espacio, o en Oteiza y su capacidad para multiplicarlo en sombras, si bien son artistas que pertenecieron a una generación más centrada en su laboratorio del cuerpo sólido. Las implicaciones que sostienen las intenciones de esta escultora tienen mucho de lo vivencial, del apresamiento de situaciones cotidianas y lo que es más interesante, del rapto del tiempo al que se quiere detener. El caso más conciso respecto a esta idea y más discreto al mismo tiempo sería el molde de cemento realizado a partir del espacio existente bajo la silla de su estudio, una de las piezas mostradas en esta interesante visión global que se exhibe en Málaga. ¿Existe un camino más corto para hablar, con un material y un volumen concretos, del espacio existencial del artista, de la pesantez de sus preocupaciones, de lo probablemente sólido de sus cimientos, del lugar exacto en que sus piernas –agitadas de excitante nerviosismo- se entrecruzan durante largos periodos de reflexión y síntesis?


Una de las virtudes esenciales que hacen sus esculturas diferentes es el tino con que se decide por materiales más o menos livianos, más o menos efímeros, más o menos opacos, más o menos monocromos. Todos tienen la cualidad común de poder licuarse para ser vertidos en un molde, y la de solidificarse paras dar lugar a nuevos objetos soñados muchas veces a partir de otros que desaparecerán. En bolsas de agua caliente tradicionales vertió resinas, consiguiendo traslúcidos torsos que definen en un modo certero la esencialidad del cuerpo masculino. En moldes fragmentarios a partir del interior de una habitación vertió yeso, y consiguió un rotundo ara dedicado al recuerdo de lo familiar. Veremos también puertas abandonadas contra la pared, un colchón vencido en el doblez donde se separan función y vida, y hasta el negativo de una biblioteca completa –de donde escaparon los libros dejando su murmullo de palabras todavía latente en el reducido ámbito resultante-. No, el de esta escultora no es un arte neutro ni hermético. En él está la poesía de las texturas y los objetos que nos acompañaron –como en el mejor Tapies-, aunque en un modo tan limpio y diáfano que puede producirnos un temporal distanciamiento comprensible.


Pocos han reparado, al visitar Embankment, “que su material de construcción es una caja, con sus juntas pegadas y plegadas, sus solapas y ocasionales agujeros para agarrarlas; ligeramente inestable, de cuadrado imperfecto y un poco abollada. Es posible que pensara en alguna vieja caja en la que guardaba sus juguetes de niña; en almacenar posesiones familiares después de la muerte de su madre; en el paisaje ártico que visitó a primeros de año, y también en la luz tenue que llena la hondonada del Támesis entre Charing Cross y la Catedral de San Pablo” [1]. No en vano la propia artista ha descrito su técnica como “el vaciado de aquello que no vemos”, algo que puede estar en paralelo con ese algo insustancial –sobre la inteligencia y el carácter- que se respira en los mejores retratos, por poner un ejemplo. Y por si no hemos abundado suficientemente en estas nociones de lo intangible, añadamos el escaso interés que Whiteread demuestra hacia lo eterno y lo monumental, toda vez que destruye y recicla la materia prima de Embankment (polietileno) porque “Hay demasiado arte en el mundo”.

Quizá sea la obra Village –en la que la artista se ocupa actualmente pues no considera acabada- aquella que, sin pertenecer a su tradicional ámbito de actuación –eso de fabricar moldes y hacer vaciados, la receta de la que han hablado muchos- resume sin embargo mejor que muchas otras sus reflexiones más profundas. La instalación en cuestión consiste en una recopilación de 53 casas de muñecas –que adquirió de diferentes modos- que expande como si ocuparan una colina, formando calles al modo de una localidad inglesa tradicional. Iluminadas desde dentro –la primera sensación que nos embarga es la de estar viendo un Belén navideño-, muestran a traves de puertas y ventanas unas entrañas desoladoras; porque Whiteread ha deconstruido el interior, se ha deshecho del mobiliario y de la vida, y ha marcado sus rastros en el papel rasgado o en las desvencijadas puertas que todavía penden de sus goznes. Acercarse lo suficiente para percibir esas menudencias –estamos hablando de visionar el interior de un juguete- nos sitúa en una posición cambiante: De la curiosidad inicial viajamos hasta un triste sentimiento indescriptible, pasando por otras sensaciones que abarcan desde el miedo a la inseguridad. ¿Qué más puede describir la condición humana?

[1] SEARLE, Adrián. Miradas a una mente en acción. Semanario El Cultural, suplemento de El Mundo. Octubre de 2005.



fotografías de Pedro Alarcón por cortesía de CACMálaga.



Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.

16 jun 2007

El juego como arte / el arte como juego


Que el arte es un juego queda más que demostrado: a nivel intelectual, las grandes obras maestras nos han proporcionado segundas lecturas, juegos de palabras, dobles significados, giros ingeniosos y otros deleites que han sido un jugoso solaz para intérpretes y especialistas, así como del gran público una vez introducido en el código adecuadamente. Pero es que además, y muy a pesar de un buen número de detractores de lo banal, el arte se ha convertido –especialmente en esta contemporaneidad inmediata donde el espectáculo es santo y seña de un momento de crisis- literalmente en un juego. Recordemos los toboganes en la Tate Modern (del artista Carsten Höller), jugoso atractivo mucho más poderoso que cualquier lienzo exhibido allí para miles de turistas desaforados; o algo todavía más reciente, la escultura de Daniel Edwards que mostraba a Paris Hilton muerta, rodeada de sus propias entrañas como si de piezas de un puzzle reconstruible se tratara, al modo de los muñecos anatómicos por entregas (los que acudieron entonces a la galería Capla Kesting de Nueva York estaban autorizados a manipular la escultura, extraer o reintroducir los órganos vitales e incluso unos pequeños fetos). Más allá de esa voluntad de los artistas por acercar su discurso al método lúdico –algo tan presente hoy en los museos que empalaga-, el juego está siendo redescubierto como materia artística al igual que poco antes se haya reconocido al cómic o al videoclip como asunto de creadores. Obsérvese si no la exposición Tres Maestros del Videojuego que se celebró en Sabadell en marzo de 2007, donde a un tiempo las piezas quedaban emplazadas como objeto museístico a la par que disponibles para la diversión del público congregado.

Sin lugar a dudas, de todas las posibilidades que el asunto ofrece, las más interesantes son aquellas que hacen derivar el juego en asuntos netamente artísticos como la reflexión, la exposición de conceptos elevados y la representación de asuntos sociales absolutamente imbricados en problemáticas actuales y/o atemporales.


El ejemplo más valioso lo he encontrado en la instalación Game of Life; Jersey Edition de Catarina Campino. La obra consiste en una habitación en la que todo está preparado para disfrutar de un tranquilo juego de mesa (una luz cálida, unos mulllidos almohadones en el suelo, un tablero de juego al uso con pequeños dioramas, fichas y otros instrumentos de juego, así como fajos de billetes imaginarios a la manera del mejor Monopoly). Todo resulta afable y tranquilo si permanecemos distantes; pero la artista pone a nuestra disposición una más que ilustrativa hoja de instrucciones, que nos introduce en unas reglas de juego demasiado poco convencionales: los protagonistas del mismo son personajes tan dispares como un piloto de fórmula 1, un cónsul, un constructor, una jardinera, una camarera de hotel y una trabajadora no cualificada; gracias a estas miniaturas disponibles sobre el tablero, podemos “jugar el juego de la vida sin sufrir sus consecuencias”, según palabras de la propia artista.

La obra surgió de la experiencia compartida en la que la creadora portuguesa habría convivido con un grupo de inmigrantes en la isla británica de Jersey, donde las condiciones de vida son especialmente peculiares para los no autóctonos (Jersey es puerto franco así como paraíso turístico, y desarrolló una singular legislación en torno a los derechos y deberes de sus ciudadanos, que deja bastante maltrechos los derechos de los foráneos que desean establecerse allí). Las normas prohibitivas en exceso para los inmigrantes –que son considerados como tales hasta doce años después de su arribo; mientras tanto ni siquiera pueden adquirir una vivienda-, puestas en contraste con el bienestar que disfrutan los vernáculos, materializan una asimetría social que Campino ha sabido plasmar de una forma sencilla y directa. Cualquiera que se siente a jugar a Game of Life podrá experimentar la injusticia de una forma bastante rápida –desde la asignación de roles y el reparto desigual del dinero hasta los inconvenientes que se vengan desarrollando en el transcurso de la partida-.


En una cierta sintonía se haya la obra de Valeriano López, Estrecho Adventure. Un falso videojuego –aunque mantiene la estética hierática y pixelada de las aventuras gráficas que inundaron el mercado en los ochenta, la obra se nos muestra como un vídeo reproducido en modo bucle en el que se suceden los distintos pasos de nivel hasta el inevitable game over- en el que se plasman de un modo bastante irónico las peripecias que sufren miles de inmigrantes al atravesar el Estrecho de Gibraltar. Fue una de las obras más interesantes mostradas en Emergencias, la exhibición inaugural del MUSAC de León, y toda una valiente apuesta por el arte social más desinhibido. El protagonista que encarnaría cualquiera de nosotros como probable jugador de la partida se llama Abdul, es marroquí, y ha de sortear el trepidante oleaje del mediterráneo en su insignificante patera al tiempo que esquivar una implacable persecución por parte de la Guardia Civil española; Abdul continúa su singular aventura trabajando de forma más que precaria en un invernadero donde se cultivan tomates, y pasa un auténtico calvario cuyo único objetivo es ser considerado legal en un país extraño (de nuevo la situación de ciudadano de segunda como trasfondo). Acaba el artista pronunciando un explícito manifiesto al enfocar, en una interesante segunda parte, a dos niños marroquíes jugando a esta odisea en la máquina de videojuegos de una cafetería.


La tercera muestra de este modo de arte nos la ofrecen el equipo creativo formado por Irma Solernou, Beatriz Sánchez y Antonio J. Ruiz Montesinos: Videopatía, una suerte de sencillo juego interactivo disponible en la red internet que posibilita al navegante convertirse en videópata –algo así como un coleccionista de vídeos y al tiempo coleccionista de pequeñas vidas bajo control-. La pantalla de la web en cuestión [http://www.dforma.net/videopatia/] muestra al usuario diversos frascos de cristal alineados como en un anaquel clasificatorio, continentes asímismo de sendos personajes reducidos a objetos de estudio o diminutas cobayas de laboratorio, en la intención de que superpongamos nuestra voluntad –ese histórico afán del ser humano por controlar la existencia de los semejantes- y probemos con la ilógica de la combinatoria, deparando en sorprendentes reacciones por parte de los pequeños humanos en cuestión. Sólo con arrastrar el cursor de nuestro ratón sobre los frascos y depositarlos en un orden distinto –operación en extremo sencilla y desprovista de esa infructuosa sofisticación innecesaria que pulula por las webs de animación- podemos producir el efecto onírico y surrealista que propugna Beatriz Sánchez o un tipo de narrativa interactiva a la que son proclives Antonio Ruiz e Irma Solernou. Los catorce personajes, al ser situados a la izquierda o derecha del resto de sus coetáneos, dan lugar a veintiséis situaciones y reacciones diferentes; ofrecen de esta forma un interesante abanico que explora las relaciones sociales y afectivas, así como otros factores psicológicos y hasta poéticos que acaban por conferir al juego un interesante carácter antropológico.

El juego posibilita la asunción de roles, sentirse en el pellejo del otro, investigar en vidas paralelas y vivir identidades lejanas que nos proponen otras visiones del mundo. En definitiva, y muy al hilo de la reciente plataforma interactiva Second Life (que conecta la segunda vida virtual de millones de usuarios de todo el mundo y exalta la fantasía de lo que queremos y no podemos ser), el juego nos facilita la comprensión de la vida. Y es un acierto que determinados artistas analicen esa virtud de una forma tan abrumadoramente clara.


fotografías por cortesía de La Casa Encendida, MUSAC de León y los propios autores de Videopatía.

www.dforma.net/videopatia/


Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.

16 may 2007

Saura erótico


EXPOSICIÓN Erótica, Antonio Saura. Galería Carles Taché, Barcelona. Febrero 2007.

El Museo de Arte Abstracto de Cuenca posee, entre lo más laureado de su colección, un impactante lienzo firmado por Antonio Saura que retrata a la mismísima y genuina Brigitte Bardot. Por supuesto, y dadas la convicción del mismo museo y la personalidad marcadísima de la pintura de este artista oscense, el mencionado retrato no puede sino ser una ilusión inventada, una ficción monstruosa que a todas luces desborda. Realizado en 1959, de plena actualidad la fama de Sex-Symbol que rodeaba a la conocidísima actriz, Saura recicla todos los tópicos del momento acerca de la sensualidad más prohibitiva (en una España grisácea que está siendo convulsionada por los cambios y por las cada vez más expectantes ansias de un público deseoso de sexo a espuertas) para encarnar en un icono irreconocible (el monstruo en que se convirtió luego la actriz, dadas su homofobia y su enfermizo ecologismo desarrollados a partes iguales) todo el deseo posible. El erotismo se plantea como algo imbatible, y es pintado sobre el lienzo con un frenético embargo dionisíaco, casi lujurioso (¿acaso podría decirse así también de toda la pulsión pasional que deposita Saura en el brochazo, el goteo y la gestualidad pictórica que condicionan el espectro general de su obra?). En el inquietante retrato, la sexualidad inherente –más presente en la propia evocación del nombre de la intérprete francesa que en el difícil escote disparado en negro sobre la tela- es convulsiva, se retuerce y nos asalta, como un beso ilícito o un apasionado encontronazo carnal. La mueca apretada, casi rechinante, nos recuerda cuán brutal puede ser una libido descontrolada, y lo que de mortal –por humano, por animal también- tiene todo aquello que lleva inevitablemente a la cópula y al placentero yacer.


Más o menos estas pautas de acción encontramos también en la treintena de obras que se exhibieron en la Galería Carles Taché bajo el sugerente “Erotica” que titulaba la exposición. En un omnipresente blanco y negro particularísimo –propio del empeño del propio artista para alcanzar la máxima expresividad, en una suerte de contínuo rompimiento de gloria pictórico desbordante, casi eyaculación seminal- se dilucidan estas pinturas de por sí agresivas. Nos narran un imaginario que debiera ser colectivo –el que plasmase, y con un sentido vibrátil muy cercano, el Picasso que se sumergía en la ancianidad más divertida y procaz-, minado de experiencias clandestinas pero altamente concupiscentes (penetraciones belicosas, putas atroces, la tan manoseada masturbación femenina…) y trufado de deliciosos tabúes que de seguro sazonaban el interés del pintor (la presencia de clérigos que olvidaron el celibato, por ejemplo) añadiendo un punto muy elocuente de sátira al prolífico magma que resultaba.


Lo que hace más atractivo, en general, a los dibujos eróticos es la inmediatez. Ya en aquellos de Jean Cocteau –de vergas imposibles y reincidentes fantasías- o en aquellos algo más callados de Schiele o Klimt –otra vez la presencia arrolladora del pubis como fuente de todo goce-, los dibujos eróticos tienen siempre un halo de furtividad innegable. Eso los hace más rápidos, también más incontenidos y menos preocupados por cuestiones de estilo. Un dibujo erótico jamás se revela como ejercicio formal; sucumbiendo a redondeces, vulvas y falos desmesurados, el dibujo erótico despliega compuertas secretas y deja brotar un sentido pictórico mucho más íntimo, rayano en lo automático. Quizá tenga su explicación en la certeza momentánea del artista de que esas obras serán las últimas en ser colgadas en la santa sala de exposiciones.

En los tiempos que corren los artistas han olvidado el erotismo –al menos los occidentales- y se han lanzado sin rubor al lodazal de la explicitud. Las imágenes sexuales nos abordan ya con una violencia y una multiplicidad que han causado el hastío y hasta la indiferencia. Saura, que vivió tiempos diferentes, fue cronista de un erotismo real, alimentado también de miedos y silencios, quizá el mejor erotismo por más auténtico, si bien desconoceremos del todo el dolor que causase.

fotografías por cortesía de Galería Carles Taché, Barcelona.

www.carlestache.com


Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.

16 abr 2007

El Gran Silencio


EL GRAN SILENCIO (DIE GROSSE STILLE). Dirección: Philip Groening. 2007.


Philip Groening ha debido interiorizar a base de bien una paciencia digna del Santo Job. Hasta dieciséis años han transcurrido desde que el cineasta alemán elevara su petición –muy osada, si sabemos algo de la disciplina cartuja- al prior del monasterio de Grenoble –Francia- donde finalmente rodaría con un lujo inusual de concesiones su límpido documental de cientosesentaydos minutos (¿qué es el tiempo para quien detiene su vida en la contemplación muda?). Los monjes, tras cavilar tamaña decisión en uno de sus capítulos, apostaron por avisar al director cuando estuvieran preparados, y podríamos jurar sin miedo al infierno que Groening había casi olvidado ya este proyecto cuando recibió la aprobación.


O le vino de perlas para desarrollar una filosofía paciente, imprescindible para aguzar los sentidos en la aparente vacuidad del interior monástico, donde la más indeterminada idea de Dios todo lo impregna y la eternidad parece ser el orden de medida. Así resultan esas más de dos horas sin diálogos, tras las que el espectador teme proferir los más insignificantes ruidos (cuán molesto el crujido de las viejas butacas de la cinemateca, alguna respiración demasiado profunda, un vibrador insolente que resuena en lo más recóndito de un bolso). El Gran Silencio es una obra maestra, sin duda, árida de ver por eso de la necesaria lejanía y el extrañamiento inevitable, y posee el tono imponente de todo aquello que es abstracto y no necesita ser entendido (como el canto de los pájaros). Nos introduce serenamente en la cotidianidad difícil del cenobita (a solas con su escudilla, con su reclinatorio, con la luz mansa) y nos planta delante de un sigilo enorme, que escasamente alcanzaremos a entender.

Ociosos en nuestra henchida vida urbanita, entramos al cine y en la distensión del alma; vemos a los monjes en su rara distensión (jugar en la nieve en domingo, saltar discretamente el voto de silencio cuando la regla lo permite para seguir discutiendo de ínfimas nimiedades en torno a la propia rutina). Y nos sentimos a años luz de ese silencio blanco, inconmensurable, impregnado de grandezas. Y no podemos evitar sentirnos absolutamente fuera, algo reprobados en el interior por nuestra impúdica pasión por el ruido.


fotografías por cortesía de Philip Groening Filmproduktion.

www.diegrossestille.de
www.groening-film.de


Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.

16 mar 2007

Pintura Autosuficiente [ARCO 2007]

Una edición menos ruidosa que de costumbre, abundante en obras políticamente correctas y más bien escasa en polémicas. Apenas llegaron a formar cierta bulla un cocodrilo de chicle y unas cabezas de vaca en formol, signo de que siempre nos podemos remover a gusto en la charca del lodo banal –vacío de argumentos, insustancial-. También agradecí que hubiese mucho menos video (¿quién tiene tiempo en una feria como esta?), y que no se entronizasen demasiado algunas ocurrencias transitorias, como viene siendo costumbre. Una mansedumbre extraña –por momentos sí que echaba en falta aquellos ocurrentes chillouts, el bocadillerío del populacho e incluso la humareda resultante de la inexistente prohibición de fumar no hace tanto- que me ha llevado a un inusual estado semiextático en esta convocatoria madrileña.

Ingredientes todos que me empujaron, principalmente, hacia la pintura. En la certeza que es de las cosas que permanecen –en los sitios donde fundamentalmente se venden cosas te preguntas cómo y por qué la gente suelta dinero por cosas claramente fungibles-, y de las cosas altamente necesarias (a pesar de los medios obsoletos) para un bienestar común.

Y arriesgo a caer en la trampa fácil del somnífero –los que hacemos de críticos podemos repetirnos en un complaciente onanismo, comparsa del arte, y dejar de un lado la tarea de revelar ideas y desentrañar-; y me doy por vencido. Pues me quedo con la pintura autónoma –pasmosa independencia la de aquellos creadores que no se subyugan a las manidas iconografías urbanitas y a la yuxtaposición en libre albedrío de códigos ininteligibles (cuanto más críptico mejor)-, la que de verdad se impone como atemporal, con un lenguaje propio.

Me satisface, por ejemplo, la política que tiene al respecto la Galería Heinrich Ehrdhardt (Madrid), exhibiendo entre sus paredes al novísimo Secundino Hernández –flamante primer premio en la generación 2007 de Caja Madrid-, en un alarde de pintura esencial –desposeída de estilo, inocente, levemente humorística-; también se cuelga allí el sutilísimo Imi Knoebel –es el silencio más delicado, el opuesto del ruido estético que ladra por los pasillos de ARCO-, algunas ventanas de metacrilato de Tobías Rehberger (quiero considerar pintura sin pintura, por su sentido composicional frontal y su espíritu cromático, a estas elegantes instalaciones que se han desvaído del rabioso color primigenio para tener más matices que nunca) y los fabulosos lienzos de Herbert Brandl. Este último, el más interesante sin duda de todos ellos, es tan grande como Turner y tan nuevo y prometedor como Richter, pero con una capacidad bastante más musical que el último para enfrentarse con una mirada limpia a la naturaleza. Viendo sus primeros planos de hierba fresca (verdes esmeralda de una pincelada gruesa y palpitante, en remedo de la vida misma), de los que encontramos también algún cuadro en la galería Elisabeth & Klaus Thoman (Innsbruck), nos topamos con un potente sentido de la abstracción desacomplejado de tópicos, valiente.

La galería Leyendecker (Santa Cruz de Tenerife), por su lado, se atreve con la pintura sensualísima de Peter Klare, fructuoso despliegue de gestualismos con un agudo sentido de la profundidad –se hace inconfundible su adscripción a la pintura última de la escuela alemana-. Igualmente voluptuoso –aunque con un ordenamiento interno que proporciona serenidad a un tiempo- es lo que encontramos del siempre brillante Juan Uslé (en la Galería Thomas Schulte, Berlín). Y en ese regusto por aglutinar una miríada de estratos cromáticos –la lucha de la pintura contra el tiempo- podemos avistar a Edouard Prulhiére y sus gravitaciones de papel recortado –permítaseme el simil con Chillida, a pesar del evidente barroquismo- suspendidas sobre el lienzo (en la Galería Les Filles du Calvaire, París y Bruselas). Tan cromático –muy veneciano que se diría-, pero con una semiabstracción que se nutre de nuevo del paisaje, sería el trabajo de Alfonso Albacete, por otra parte (Galería Miguel Marcos, Barcelona).

Y quizá en el reverso –con una no-figuración contundente y sobria- tendríamos al ya previsible Pedro Calapez (representado en una variada nómina de expositores) y los campos de color de Alberto Reguera (en la Galería Antonio Machón de Madrid) –que convierten sus pinturas en objetos pseudoescultóricos al concederles tal desarrollo volumétrico, ya en aluminio ya en lienzo-; una misma estela de contención, aunque mucho más lírica, encontraremos en los lienzos de Nico Munuera (Galería T20 de Murcia), que puede advertirnos de hasta qué punto pueden globalizarse determinadas tendencias pictóricas.

fotografías de Pedro Alarcón por cortesía de ARCO - Ifema,
Galería T20 (Murcia), Galería Elisabeth & Klaus Thoman (Innsbruck),
Galería Leyendecker (Santa Cruz de Tenerife) y Galería Les Filles du Calvaire, (París y Bruselas).

www.heinrichehrhardt.com

www.leyendecker.net

www.galeriethomasschulte.de

www.fillesducalvaire.com

www.miguelmarcos.com

www.antoniomachon.com

www.galeriat20.com


Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.

16 feb 2007

Pablo Palazuelo, proceso de trabajo




EXPOSICIÓN Proceso de trabajo, Pablo Palazuelo. Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona.
Hasta 18/02/2007.


Lo auténtico en un artista no es tanto su obra, quiero decir cada una de ellas –descontextualizada-, sino el proceso de trabajo, el camino. Hay artistas que buscan, y otros que decían no buscar sino directamente encontrar; la búsqueda puede ser territorio hostil, plagado de dudas (¿estar en sintonía con el momento, ser fiel a los preceptos personales, tener un estilo, estar diciendo la verdad?), unas más interesadas que otras, y el hallazgo del tesoro interior se constituye en respuesta que define por sí sola cada preocupación.


Eso tiene Pablo Palazuelo de magnánimo en su silente actitud espiritual –esos extraños intereses simbólicos hacia la Cábala y la numerología que le han valido un cierto ninguneo por una crítica internacional que prefiere basarse en otras clasificaciones mucho más matéricas o de estilo-. Creador longevo y fuerte, de preceptos también científicos –matemáticos, físicos-, que descubre –no inventa, y aquí el posible quid del incomprensible desprecio- formas para una abstracción racional e idealista. El recorrido de la gran antológica que le ha dedicado el MACBA barcelonés posee la innegable cualidad de todo recorrido bien construido –huyendo de escenográficos discursos narrativos, dejando que la obra sola conduzca al entendido y al primerizo por un periplo lógico-. Se aúnan a un tiempo intimidad y sublimidad, atemporalidad y concreción, liviandad y robustez –polos complementarios-, en un exquisito equilibrio.


fotografías de Pedro Alarcón por cortesía de MACBA.



Publicado originalmente en lafresa.org, 2007.

16 ene 2007

La parada de los monstruos [Bestiario]

Un bestiario es un compendio de bestias; según el imaginario medieval, donde estas recopilaciones fueron abundantes, exitosas y materializadas con un bellísimo repertorio de manuscritos iluminados, tal amalgama procedía a describir los estragos de la naturaleza –como creación divina prolífica y variopinta- en las diversas especies que pueblan el orbe. Estaban en los bestiarios las especies conocidas, revestidas de simbolismos intrincados; pero estaban en ellos también las especies imaginadas, que cobraron vida por la brillantez creativa de un mundo que vivía a expensas de la tradición contada. Monstruos formidables, como los dragones, los grifos o las sirenas, que ya habitaban abigarrados entre la talla morbosa de los capiteles de las iglesias o agazapados en algún voladizo como gárgola a punto de verter al mundo su extraño aliento de agua. Para ilustrar la virtud –algo que imaginamos níveo y carente de rostro- se hacía necesario plasmar su opuesto -¡qué facilidad la del hombre para diseñar mil caras al pecado y al vicio!-, del que escapar pero, también, al que acudir. ¿No era mucho más sugerente la tabla derecha del jardín de las delicias, no la más genial?

El hombre moderno no escapa a esa seductora subyugación, imbuido en un contexto donde el mal tiene ya tantas caras que parecería imposible adivinar una sola mas (qué ingénuo pensar en este sentido, la política internacional nos tiene bien surtidos; ¿vieron con qué fecundidad tantos artistas han plasmado el careto de Bush, hasta el empalago, como el rostro certero de la perversidad?). No hastiados de los cataclismos –naturales o prefabricados por la especie humana- que ya asolan el panorama, queremos presenciar una vez más (por si nos perdemos el auténtico) el fin del mundo. Y para ello basta con imaginar monstruos, personificaciones de ansias destructivas reconocibles a la legua, que asolen el paisaje cotidiano dejándolo todo barrido y/o medio chamuscado. Godzillas, Critters y Gremlins han revelado esa obscura fascinación a través de uno de los caldos de cultivo más eficiente del arte de nuestros días: el cine. Y sería injusto no concederle a esos engendros –tan irascibles ellos, tan entrañables y encantadores en su auténtico fuero interno- el mérito de haber estimulado la multiplicación de las especies.

Cuando observo las lúgubres esculturas de Shen Shaomin (China, 1956), por ejemplo, que dice construir a base de huesos reales, me es difícil mantener en calma mi convulsa iconografía de lo aprendido. Y creo haber visto ya a esos seres horripilantes (mosquitos gigantes que el artista glosa como criaturas desconocidas) apartando taxis amarillos en la quinta avenida con la fuerza titánica de una sola de sus patas, o inyectando una savia destructiva dondequiera que apunten con sus funestos hocicos (añadan gente corriendo y gritando, el carrito de bebé que rueda solitario calle abajo y una miríada de cristales rotos). Algo similar, aunque más sólido, se siente bajo los virus arácnidos de Louise Bourgeois (París, 1911) –tan delicada ella a veces y tan inhóspita cuando quiere-, esparcidos por los museos más chirriantes como sucursales del reclamo mediático (tal éxito acumulan) y representaciones un tanto tremendistas de la imagen de la madre (dejaremos para otra ocasión el trasunto familiar de la escultora, que daría para un extenso monográfico). Exorcismo pues del alma.

No quisiera cambiar de tercio sin aludir al borrico megalómano de Zhang Huan (China, 1965), un inquietante remedo de King-Kong en que la bestia copula –y lo hace literalmente, gracias a un falo inconmensurable y mediante un mecanismo accionable durante el tiempo de exposición- con la torre más alta de China, la Jin Mao Tower, que se considera un icono en el skyline de Shangay. Un falo atraviesa otro falo, el rascacielos que refleja nuestras ambiciones de urbanitas pretenciosos; el monstruo, en un modo políticamente incorrecto y bajo una apariencia ridícula –un asno gigante-, destruye creando; y me embarga un subrepticio miedo a que alguien filme esta secuencia algún día.

Pero no todo lo monstruoso tiene que ver con elefantes en cacharrerías: en la intimidad del laboratorio del arte, en el silente trabajo del taxidermista, hay una perturbadora obsesión por imaginar –con un detallismo perlado, ahíto de concreciones- aquello que la naturaleza no se atrevió a parir. Fauna secreta, aquella deliciosa exposición itinerante de Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955) y Pere Formiguera (Barcelona, 1952), fue y es un referente para los amantes de lo bizarro y lo incongruente, y ello a pesar del posible trauma que pudieran causar a los adictos a la criptozoología. Todavía me sonrío al imaginar como pudieron engañar a media España con su colección de fotos manipuladas y collages de animalitos disecados, y más me regocijo sabedor del fraude hecho carcajada ante los mismísimos ojos del rancio y televisivo Íker Jiménez (perdonen la cita, tan ordinaria). Amantes de la leyenda construida, Fontcuberta y Formiguera revivieron al desconocido profesor alemán Peter Ameinsenhaufen, biólogo, naturalista, botánico, y antropólogo, el genio que había conseguido catalogar una cuantiosa relación de especies imposibles, como el Cercopithecus icarocornu, un mono alado cornudo, o la Solenoglypha polipodia, una serpiente con 6 pares de patas. La mayor diversión de Fontcuberta y Formiguera era revisitar las salas de exposiciones y aguzar el oído a la escucha de crédulos y escépticos (el niño que contempla la mentira con impunidad, el adulto que le reprueba y confía plenamente en la autoridad museística que ha autorizado la exposición). No me extraña.

Más esteticista, finalmente, me resulta Thomas Grünfeld (Alemania, 1956), que también por el procedimiento de la taxidermia da lugar a animales mixtos –nada más trillado en la mitología de todos los tiempos-, concibiendo esculturas de una serenidad clásica y de un acabado exquisito que sitúa tanto en el contexto galerístico como en entornos más indóciles (ha llegado a camuflar su obra en Museos de Zoología, en connivencia con sus responsables) para plasmar una suerte de mutación biológica que cuestiona todos nuestros planteamientos morales en torno a la idea de normalidad.

El monstruo, por su unicidad, por su diferencia, se convierte en un ser indeseable. Desgraciadamente, vemos monstruos en nuestros semejantes (por su unicidad, por su diferencia) y apuntamos hacia ellos también toda la pesada artillería de miedos y discriminaciones varias.


fotografías de Shen Shaomín y Zhang Huan por cortesía de Saatchi Gallery (Londres)
fotografía de Joan Fontcuberta por cortesía del propio artista
fotografías de Thomas Grünfeld (Pedro Alarcón) por cortesía de ARCO-Ifema y Galería OMR (México).