Un bestiario es un compendio de bestias; según el imaginario medieval, donde estas recopilaciones fueron abundantes, exitosas y materializadas con un bellísimo repertorio de manuscritos iluminados, tal amalgama procedía a describir los estragos de la naturaleza –como creación divina prolífica y variopinta- en las diversas especies que pueblan el orbe. Estaban en los bestiarios las especies conocidas, revestidas de simbolismos intrincados; pero estaban en ellos también las especies imaginadas, que cobraron vida por la brillantez creativa de un mundo que vivía a expensas de la tradición contada. Monstruos formidables, como los dragones, los grifos o las sirenas, que ya habitaban abigarrados entre la talla morbosa de los capiteles de las iglesias o agazapados en algún voladizo como gárgola a punto de verter al mundo su extraño aliento de agua. Para ilustrar la virtud –algo que imaginamos níveo y carente de rostro- se hacía necesario plasmar su opuesto -¡qué facilidad la del hombre para diseñar mil caras al pecado y al vicio!-, del que escapar pero, también, al que acudir. ¿No era mucho más sugerente la tabla derecha del jardín de las delicias, no la más genial?
El hombre moderno no escapa a esa seductora subyugación, imbuido en un contexto donde el mal tiene ya tantas caras que parecería imposible adivinar una sola mas (qué ingénuo pensar en este sentido, la política internacional nos tiene bien surtidos; ¿vieron con qué fecundidad tantos artistas han plasmado el careto de Bush, hasta el empalago, como el rostro certero de la perversidad?). No hastiados de los cataclismos –naturales o prefabricados por la especie humana- que ya asolan el panorama, queremos presenciar una vez más (por si nos perdemos el auténtico) el fin del mundo. Y para ello basta con imaginar monstruos, personificaciones de ansias destructivas reconocibles a la legua, que asolen el paisaje cotidiano dejándolo todo barrido y/o medio chamuscado. Godzillas, Critters y Gremlins han revelado esa obscura fascinación a través de uno de los caldos de cultivo más eficiente del arte de nuestros días: el cine. Y sería injusto no concederle a esos engendros –tan irascibles ellos, tan entrañables y encantadores en su auténtico fuero interno- el mérito de haber estimulado la multiplicación de las especies.
Cuando observo las lúgubres esculturas de Shen Shaomin (China, 1956), por ejemplo, que dice construir a base de huesos reales, me es difícil mantener en calma mi convulsa iconografía de lo aprendido. Y creo haber visto ya a esos seres horripilantes (mosquitos gigantes que el artista glosa como criaturas desconocidas) apartando taxis amarillos en la quinta avenida con la fuerza titánica de una sola de sus patas, o inyectando una savia destructiva dondequiera que apunten con sus funestos hocicos (añadan gente corriendo y gritando, el carrito de bebé que rueda solitario calle abajo y una miríada de cristales rotos). Algo similar, aunque más sólido, se siente bajo los virus arácnidos de Louise Bourgeois (París, 1911) –tan delicada ella a veces y tan inhóspita cuando quiere-, esparcidos por los museos más chirriantes como sucursales del reclamo mediático (tal éxito acumulan) y representaciones un tanto tremendistas de la imagen de la madre (dejaremos para otra ocasión el trasunto familiar de la escultora, que daría para un extenso monográfico). Exorcismo pues del alma.
No quisiera cambiar de tercio sin aludir al borrico megalómano de Zhang Huan (China, 1965), un inquietante remedo de King-Kong en que la bestia copula –y lo hace literalmente, gracias a un falo inconmensurable y mediante un mecanismo accionable durante el tiempo de exposición- con la torre más alta de China, la Jin Mao Tower, que se considera un icono en el skyline de Shangay. Un falo atraviesa otro falo, el rascacielos que refleja nuestras ambiciones de urbanitas pretenciosos; el monstruo, en un modo políticamente incorrecto y bajo una apariencia ridícula –un asno gigante-, destruye creando; y me embarga un subrepticio miedo a que alguien filme esta secuencia algún día.
Pero no todo lo monstruoso tiene que ver con elefantes en cacharrerías: en la intimidad del laboratorio del arte, en el silente trabajo del taxidermista, hay una perturbadora obsesión por imaginar –con un detallismo perlado, ahíto de concreciones- aquello que la naturaleza no se atrevió a parir. Fauna secreta, aquella deliciosa exposición itinerante de Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955) y Pere Formiguera (Barcelona, 1952), fue y es un referente para los amantes de lo bizarro y lo incongruente, y ello a pesar del posible trauma que pudieran causar a los adictos a la criptozoología. Todavía me sonrío al imaginar como pudieron engañar a media España con su colección de fotos manipuladas y collages de animalitos disecados, y más me regocijo sabedor del fraude hecho carcajada ante los mismísimos ojos del rancio y televisivo Íker Jiménez (perdonen la cita, tan ordinaria). Amantes de la leyenda construida, Fontcuberta y Formiguera revivieron al desconocido profesor alemán Peter Ameinsenhaufen, biólogo, naturalista, botánico, y antropólogo, el genio que había conseguido catalogar una cuantiosa relación de especies imposibles, como el Cercopithecus icarocornu, un mono alado cornudo, o la Solenoglypha polipodia, una serpiente con 6 pares de patas. La mayor diversión de Fontcuberta y Formiguera era revisitar las salas de exposiciones y aguzar el oído a la escucha de crédulos y escépticos (el niño que contempla la mentira con impunidad, el adulto que le reprueba y confía plenamente en la autoridad museística que ha autorizado la exposición). No me extraña.
Más esteticista, finalmente, me resulta Thomas Grünfeld (Alemania, 1956), que también por el procedimiento de la taxidermia da lugar a animales mixtos –nada más trillado en la mitología de todos los tiempos-, concibiendo esculturas de una serenidad clásica y de un acabado exquisito que sitúa tanto en el contexto galerístico como en entornos más indóciles (ha llegado a camuflar su obra en Museos de Zoología, en connivencia con sus responsables) para plasmar una suerte de mutación biológica que cuestiona todos nuestros planteamientos morales en torno a la idea de normalidad.
El monstruo, por su unicidad, por su diferencia, se convierte en un ser indeseable. Desgraciadamente, vemos monstruos en nuestros semejantes (por su unicidad, por su diferencia) y apuntamos hacia ellos también toda la pesada artillería de miedos y discriminaciones varias.
fotografías de Shen Shaomín y Zhang Huan por cortesía de Saatchi Gallery (Londres)
fotografía de Joan Fontcuberta por cortesía del propio artista
fotografías de Thomas Grünfeld (Pedro Alarcón) por cortesía de ARCO-Ifema y Galería OMR (México).